El signo de Piscis, el más acuático de los signos, señala el final oficial del invierno y la llegada a término de la cuarta y última fase del ciclo solar anual, que se corresponde con el elemento Agua. En Piscis se efectúa, por lo tanto, la desintegración de la forma (Agua) y la reunión con el Todo. Es el fin que precede al nuevo inicio en la antigua concepción circular del tiempo y del mundo.
Se trata del “eterno retorno” del que habló Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, nativo solar de Piscis. Esta “regeneración cíclica del tiempo” exige purificación, la eliminación de “demonios, enfermedades y pecados”, para que, efectivamente, el tiempo y el mundo se extingan y comiencen de nuevo en el estado más semejante al del inicio de los tiempos y su pureza original. Por eso, desde la antigüedad, este umbral se atraviesa con ritos y ceremonias de purificación, que varían de unos pueblos a otros, pero en las que frecuentemente encontramos ceremonias de “extinción y de reanimación del fuego, expulsión material de los demonios y las enfermedades por medio del ruido y ademanes violentos y en otras, la expulsión del chivo emisario en su forma animal o humana”. En resumen, se trata de la “abolición del año pasado”, del tiempo pasado y de “las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto”: la repetición del paso del caos (la desintegración de Piscis) a la cosmogonía, a la restauración del cosmos.
Todos estos elementos los encontramos en las fiestas de las Fallas de Valencia, que siguen el patrón de la celebración ancestral del final del año solar, aunque aparentemente se haya perdido la consciencia del sentido original de estas fiestas. Así, habiendo atravesado unos días de incesante ruido con las “mascletaes”, petardos, charangas y berbenas (expulsión de los demonios mediante el ruido), las Fallas terminan esta medianoche con la cremà (extinción mediante el fuego) de los monumentos falleros, plagados de ninots (chivo emisario) representativos -en principio- del lastre colectivo que hay que hacer desaparecer de cara a la primavera, al nuevo año, a la vida nueva. Ante los aparatosos monumentos modernos, prefiero los precedentes: las Fallas más antiguas conocidas consistían en residuos de la actividad laboral, artesana, amontonados junto con enseres viejos e inservibles, que se quemaban al final del invierno para hacer sitio a los nuevos: trastos nuevos, vida nueva. En mi opinión, sería deseable que se recuperara la consciencia del sentido original de estas fiestas, porque este rito, consciente y convenientemente organizado, realizado por todo un pueblo ha de tener, necesariamente, una enorme fuerza regeneradora.
Referencia bibliográfica: “El mito del eterno retorno”, de Mircea Eliade. Alianza Editorial (2002).